Diego Urdiales era un niño y ya sabía torear. El toreo surgía de sus manos con un conocimiento aprendido, lo soñaba limpio, sin artificios. Con apenas doce años, con el candor de esa mirada que todavía no juzga, adelantaba la muletita como una caricia, como un juego de improvisación y de sustos, desconocía la gramática de la embestida, pero entendía sin rubor el sueño del toreo y el toreo le fluía. Le fluía casi del alma y Diego parecía flotar como aquella tarde en Calahorra en la que un niño supo lo que era ser un gigante. El toreo Diego, el toreo. Texto: Pablo García-Mancha