Un toro colorao de cara muy abierta, montado y largo, recorrió mucha plaza antes de fijarse en Urdiales. Los lances los abandonaba a su bola cuando salvaba el primer tramo de humillación. Sobre ese punto bueno del embroque en su nobleza, cincelaría Diego un soberbio quite a la verónica preñado de sabor, jugados los brazos, conjugados pecho y cintura, hundido el mentón, acompañando el viaje hasta la media acaderada. Como un viejo tañido de campana bramaron los oles. La lidia se espesó con el ejemplar de El Pilar pegajoso hacia los adentros en banderillas y un exceso de capotazos de El Víctor, que no se hacía con la situación. Restarían a lo largo de la faena que Diego Urdiales prologó rodilla en tierra. Protestó el toro tanta obligación. El torero de Arnedo entendió aquella protesta. Y dibujó dos tandas de lentos derechazos que se vaciaban a su altura, pero que en el embroque abajo explotaban con todo su clasicismo. Eso duró el fondo de aquella embestida suavona. Urdiales lo intentó con la izquierda, de uno en uno, porque el toro reponía sin maldad. Un par de naturales destellaron cuando prolongaba más allá de la voluntad del animal entre los azotes del vendaval.
Un tío era el cuarto, el segundo de los tres cinqueños de la escalera de El Pilar. Difícil con esas hechuras de tanque. Un acorazado sin poder y sin motor. Todo fachada de mulo. Y como tal se comportó para desesperación de Diego Urdiales.
Crónica: Vicente Zabala de la Serna. Diario El Mundo