No podía marcharse Diego Urdiales de Aguascalientes sin sacar lo que lleva en el alma. Y por fortuna, regaló un sobrero de Montecristo que fue bravo, exigente, y con el que el riojano se dejó la piel en una faena de esas que cautivan, tanto por su forma como por su fondo.
Dicen que antes que torear hay que lidiar, y lo cierto es que Urdiales así lo hizo. Era consciente de que "Castañuelo", de Montecristo, no le iba a regalar ninguna embestida, sino que tenía que poderle, hacerse de él desde el comienzo de la faena y, luego, liarse a torear con sentimiento. Sólo así iba a trascender.
Y cuando se puso la muleta en la zurda, el toreo de Diego brilló con luz propia en series de mucha intensidad, sobre todo porque el toro tendía a volverse sobre las manos si no se le llevaba largo, cosido a los vuelos del engaño. Y así, uno a uno, se desgranaron esos tersos naturales, de planta firme y pecho henchido, ahí donde latía ese corazón torero que se ha fraguado en los avatares del sufrimiento.
En esta feria de alto nivel, donde la raza de los toreros ha tenido relieve, y se ha visto torear muy bien, la faena de Urdiales alcanzó una cuota especial, porque fue ante ese "Castañuelo" que legitimó lo que es el concepto de bravura, de la que nace la emoción y siempre tiene un fondo de agradecida nobleza cuando se le hacen bien las cosas.
Porque ciertamente, Diego no había podido mostrarse en ninguno de los dos toros anteriores. Al que abrió plaza, si acaso le dio algunos ayudados reunidos y tersos; al reservón y huidizo cuarto, nada. Pero luego vendría ese "Castañuelo" con el que Urdiales se sublimó, recio, personal, profundo e inolvidable.
Crónica: Juan Antonio de Labra www.altoromexico.com