El 13 de mayo de 2008 debió de amanecer lluvioso en Madrid. En la habitación 139 del Hotel Wellington el sonido de la vida exterior apenas era perceptible entre el rumor de una tele casi en silencio vomitando el espanto informativo cotidiano y una turbamulta de pensamientos que se mezclaban con un apogeo de miedos y de sensaciones. Había oscuridad, temblores y dudas. No quedaba tiempo apenas para razonar: era cuestión de instinto pero sabía que había llegado el día, y era éste, no otro.
La estancia era un lujo, amplia, luminosa y fresca, con una cama gigante y con dos mesillas con un extraño acento entre francés y renacentista. No había reparado en ellas pero estaban ahí, con un manojo de llaves, dos móviles, una cartera y un pañuelo. La vida en cuatro artilugios, el resumen de casi todo lo que tenía: el piso, el coche y ella, porque ella era una fuerza de la naturaleza, un cobijo y un respaldo; ella estaba siempre y aunque no estuviera en ese momento, la esperaba con sus ojos lamidos de esperanza y de realismo. Porque sus ojos conjugan todas la estaciones y todas las posibilidades; no ofrecen dudas y el futuro se suele reflejar casi siempre como tenia previsto. Sin vuelta de hoja... Ella es una mujer sin concesiones que conoce tanto las esperanzas como las derrotas, que impone, que aclara los desaguisados, que rompe moldes y que para decir las cosas no le hace falta violar el silencio. Las explica con los ojos y los dientes: esa es su gramática y suele ser inapelable.
Diego llevaba años esperando un momento así y podía resultar paradójico pero en ese instante preciso pensaba en las mesillas, en las cortinas, en el impresionante cuarto de baño y en un espejo donde miraba su cara afilada de torero, el pelo de torero, la cintura de torero y... el miedo de torero, por que el temor de un torero a la muerte tiene un profundo reflejo en el interior de la mirada, un brillo metálico que seca la garganta arrasando cualquier atisbo de sonrisa.
Al menos eso pensaba aquella mañana lluviosa de mayo, en pleno San Isidro, y a las puertas de torear en Madrid a plaza llena para jugarse no una oreja o un triunfo, sino para poner en un balance de cristal su modo de vida. Era el todo o la nada; el toreo (ese anhelo que habita con él desde que era un niño y correteaba por la plaza de Arnedo con ese afán curioso de los chiquillos) o la vida rutinaria, el sueño o la esperanza en la que no quería detenerse ni un segundo en reflexionar. Ese día Diego se lo había ganado para él y se propuso firmemente pensar sólo en torear, en explicar en el ruedo todos los tesoros que había ido acumulando a lo largo de unos años de silencio, pero unos años cruciales para crecer como persona y como torero. Madurez sin torear, un caso insólito...
Texto extraído del libro SANTÍSIMA TRINIDAD; flamenco, toros y vino de Pablo García-Mancha.