MADRID 7 DE JUNIO, FERIA DEL ANIVERSARIO
Crónica de Pablo García Mancha en diario La Rioja.
DIEGO URDIALES, UN TIPO IRREDUCTIBLE
Diego Urdiales es un tipo irreductible. En él no habita el desaliento a pesar de las múltiples tardes de toros enjutos que se lleva tragando en el coso de Las Ventas, de toros infames, de animales tan apesadumbrados que por sí solos son capaces de parar el mínimo aliento emocional necesario para seguir jugándose las femorales como hizo ayer el riojano en Madrid a sabiendas de que el triunfo era una meta imposible, un potosí inalcanzable, una entelequia. Urdiales no merece lo que le sucede, pero tal aseveración parece una broma en una sociedad atribulada por el día a día, por la subsistencia de muchos, por el negro futuro de las colas del paro y por la desesperanza de la mayoría. Por eso, ahora, tras otra corrida infame, de nada sirven las lamentaciones. Había que ponerse a torear como si no hubiera un mañana, como si el amanecer estuviera condenado irremediablemente a no existir. Y lo hizo: dos astados febles con alma de morucho con los que fue capaz de sobreponerse en sendas faenas tamizadas por su buen toreo, por una envidiable colocación y por esa forma que tiene que dictar el toreo, aún sin toros, aún sin una mísera embestida con la que demostrar ese sentimiento torero que se precipita en su muleta como un cartel de Ruano, como afirmó en su Twitter Zabala de la Serna. Lances de Ruano Llopis contra el desaliento, torería asolerada y añeja para demostrarse íntimamente, y para los muchos que lo supieron ver, que el secreto de la tauromaquia tiene en Diego Urdiales uno de sus máximos guardianes; dentro de la plaza y fuera, donde no le dan ni el cuartel que se merece ni el sitio con el que generosamente embarca a los toros con su muletita colorá como las tierras del vino del Najerilla. Diego tiene el misterio en las manos, se siente torero, se vive en torero mismo cada amanecer aunque sepa que el destino lo ha uncido –por el momento– a dos bueyes que ni para arar sirven.
El primero de sus toros fue devuelto a los corrales. Es cierto, no se tenía en pie. Corrió el turno y compareció en el embarrado ruedo venteño apenas un simulacro, un toro con toda la barba pero que no soportaba ni sus pezuñas. Vacío como un piso nuevo, inhabitable como la estepa rusa, doliente, semoviente, flácido. Y allá que se fue con su muleta para pisar los espacios del frío, los que congelan la garganta, los que escuecen al rozar las costuras del traje. Había reservado el sobrero de Fraile Mazas para el segundo capítulo. Imagino que viejos triunfos logrados con reses de esta ganadería le hicieron concebir alguna esperanza. El animal, hondo y pesado, barbeó tablas e intentó saltar al callejón. Pero no tuvo raza ni para eso. Tras dormirse en el caballo y una procelosa lidia, salió Urdiales con él a los mismísimos medios presentándole la muleta con clarividencia. Al segundo lance se paró clavando sus cuchillos cachicuernos en el lodo y también en mi corazón. Para qué engañarnos. Mas no cundió el desaliento. Logró muletazos por la izquierda de cartel ante una piltrafa: era un como un cantaor sin voz, como un escritor sin lápiz, como un amante sin premio. Toreó con la izquierda, acarició al astado y lo despenó con una soberbia estocada. Total ná.
Pero en la corrida hubo un toro; el tercero, uno de los astados mejores de esta sucesión de festejos interminables. Y le correspondió a un Matías Tejela que no pudo sobreponerse a su habitual frontera. Rafaelillo no existió.